sábado, 3 de marzo de 2012

El Tribunal Supremo se atribuye el poder de escribir la historia de la Transición


¿Se puede considerar como prevaricación histórica el pontificar en una sentencia sobre la transición, sabiendo que no se cuenta la verdad?
En la sentencia en la que se absuelve a Baltasar Garzón del delito de prevaricación por investigar los crímenes del franquismo, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo reconoce que “la verdad histórica es interpretable” y advierte de que no se debe confundir la indagación judicial con la del historiador. Sin embargo, inmediatamente después, se atribuye la autoridad y el poder para dejar establecida por escrito la verdad histórica sobre la transición. Es lo que José Antonio Martín Pallín (que fue magistrado del Supremo) denomina “el dogma de la divinidad de las resoluciones judiciales”.
medemamnistiaQue el Parlamento anule la Ley de Amnistía, como reclama la ONU y como hicieron en Argentina con las leyes de obediencia debida y de punto final. ©Javier del Valle
Según el más alto tribunal, “la Ley de Amnistía en ningún caso fue una ley aprobada por los vencedores, detentadores del poder, para encubrir sus propios crímenes”. Los jueces imponen como verdad histórica que la Ley de Amnistía “tuvo un evidente sentido de reconciliación” y fue “indispensable dentro de la operación llevada a cabo para desmontar el entramado del régimen franquista”.
En su libro ‘El precio de la transición’, Gregorio Morán dice que “la mayor desfachatez de la clase política de nuestra transición es que nos cobró un precio considerable, casi cabría decir abusivo, dando la impresión de que nos hacía un favor”. Pero los excelentísimos señores del Supremo pontifican por escrito que “la Ley de Amnistía constituyó un pilar esencial, insustituible y necesario para superar el franquismo”. Y se extienden en su ¿prevaricación histórica?: “Conseguir una ‘transición’ pacífica no era tarea fácil y qué duda cabe que la Ley de Amnistía también supuso un importante indicador a los diversos sectores sociales para que aceptaran determinados pasos que habrían de darse en la instauración del nuevo régimen de forma pacífica evitando una revolución violenta y una vuelta al enfrentamiento”.
¿Serían tan amables los excelentísimos historiadores togados de aclararnos a qué sectores sociales se les indicó cuáles eran los determinados pasos necesarios para la reconciliación nacional? ¿Podrían recordar quiénes eran los que amenazaban con la violencia? Qué duda cabe (utilizando su mismo lenguaje) que los magistrados del Supremo se atribuyen la “palabra de Dios” (como dice Martín Pallín) y hacen precisamente lo que ellos mismos descalifican: confundir la función del juez con la del historiador e imponer su interpretación de la verdad histórica. ¿No fue la de la amnistía una ley del poder para imponer la impunidad sobre los crímenes del franquismo? La doctrina histórica del Supremo dice que no. Palabra de Dios.
Pero la misma sentencia tiene más literatura y conclusiones paradójicas aunque muy interesantes. Dicen los jueces que la amnistía no fue una imposición del poder para garantizar la impunidad criminal del franquismo pero reconocen que impide procesar a los responsables de “delitos contra la humanidad en la medida en que las personas fallecidas y desaparecidas lo fueron a consecuencia de una acción sistemática dirigida a su eliminación como enemigo político”. Y el supremo tribunal de jueces e historiadores nos da la solución: “Porque la Transición fue voluntad del pueblo español, articulada en una ley, es por lo que ningún juez o tribunal, en modo alguno, puede cuestionar la legitimidad de tal proceso. Se trata de una ley vigente cuya eventual derogación correspondería, en exclusiva, al Parlamento”.
Lo de que la Transición fue voluntad del pueblo español y que estaba articulada en una ley lo dejo para los historiadores. Lo de que no se puede cuestionar su legitimidad, también. Me quedo con la solución: que el Parlamento anule la Ley de Amnistía, como reclama la ONU y como hicieron en Argentina con las leyes de obediencia debida y de punto final.

José Manuel Martín Medem. Crónica Popular


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