sábado, 14 de junio de 2014

REPUBLICANOS Y REPUBLICANISMO

Agustín Millares Cantero

Historiador. Profesor titular de la Universidad de las Palmas de Gran Canaria (ULPGC)
Las dos Restauraciones monárquicas que ha sufrido el Estado español, la de 1875 y la de 1975, tienen varios rasgos comunes a pesar de sus múltiples diferencias. En ambas, la Monarquía fue impuesta a los pueblos de España por espadones al servicio de las clases dominantes. Esa alta cuota de exclusión que imperó en la primera, como escribió el profesor Ignacio Sotelo, tampoco estuvo ausente en la segunda. A pesar de las letanías sobre la integración de todos los españoles en la Constitución de 1978, muchos de cuantos luchamos consecuentemente por la ruptura democrática hemos quedado fuera del juego. La mayor parte de los opositores al régimen franquista éramos republicanos, no monárquicos; defendíamos el derecho de las nacionalidades a la autodeterminación, no la “unidad indisoluble de la patria”; apostábamos por formulaciones anticapitalistas o por un sector público fuerte, no por la constitucionalización de la “economía social de mercado” y las privatizaciones. El aserto de que Franco dejó todo “atado y bien atado” no resultó un eufemismo.
Esta fotografía, tomada por Alfonso Sánchez Portela el 14 de abril de 1931, muestra la proclamación de la Segunda República Española en la Puerta del Sol de Madrid.
Esta fotografía, tomada por Alfonso Sánchez Portela el 14 de abril de 1931, muestra la proclamación de la Segunda República Española en la Puerta del Sol de Madrid.
Muy pocos países en el mundo han expulsado en poco más de seis décadas a dos monarcas reinantes: Isabel II lo fue en septiembre de 1868 y Alfonso XIII en abril de 1931. El grito de “¡Abajo los Borbones!” hermanó incluso durante La Gloriosa a formaciones monárquicas que no comulgaron con los atropellos de la dinastía. Las izquierdas españolas o las articuladas desde los nacionalismos periféricos esgrimieron siempre la opción republicana, aglutinando a un conjunto de fuerzas empeñadas en articular un sistema democrático, acabar con el lastre del centralismo absorbente y disponer unas transformaciones sociales en favor de las capas oprimidas. Hubo sobradas razones para ello. La tradición monárquica española ha venido ligada a un curriculum muy poco edificante. Fue la monarquía absoluta de derecho divino bajo Fernando VII, llamado en su día “El Deseado” y que resultó ser (¡y ya es decir!) uno de los más indeseables monarcas de la “historia patria”; el tatara-tatarabuelo del actual rey. Será más tarde “la corte de los milagros”, cuando la política era dictada por el nuncio de Roma o por militarotes facinerosos del tipo de Narváez, con la ridícula figura en delantera de Isabel II; la tatarabuela del actual rey. A través del régimen canovista, estará asociada a la institucionalización del caciquismo y al Turno tramposo de los poderes oligárquicos en la persona de Alfonso XII; el bisabuelo del actual rey. El militarismo africano y las complicidades con una dictadura de corte fascista, vinieron a ser algunas de sus señas de identidad durante el reinado de Alfonso XIII; el abuelo del actual rey. Y no hablemos de Don Juan, el padre del actual rey, a quien interesó más plegarse ante el franquismo, para sostener los “derechos dinásticos”, que devolver a los pueblos de España la soberanía que le fue arrebatada por la fuerza. Mucho han tenido que torcer la Historia los cronistas monárquicos, fieles servidores de bastardos intereses, para ofrecernos el rostro amable de una institución tan calamitosa para la mayoría de los ciudadanos españoles.
La acérrima defensa de la igualdad ante la ley que caracteriza al ethos republicano está frontalmente reñida con cualquier sistema de privilegios (máxime si derivan de los vínculos de la sangre), y por ello la institución monárquica supone la negación del derecho y la libertad de todos
El republicanismo constituye una tradición muy plural, en la que, sin embargo, es posible reconstruir un núcleo compartido o denominador común de sus modalidades. La esencia del mismo reside en el ideal de libertad como autogobierno y por lo tanto como ausencia de dominación o interferencia arbitraria, a partir de la oposición a la tiranía. El antagonismo básico opera entre el liber-ciudadano y el servus-esclavo o súbdito. Aquí no vamos a referirnos a la formulación republicana que ha popularizado en los últimos tiempos Philip Pettit, discípulo de Skinner, denominada al fin “ciudadanismo” o “republicanismo cívico”, que tanto ha entusiasmado al señor Rodríguez Zapatero. Esta filosofía normativa se presenta supuestamente como una opción distinta del liberalismo y del comunitarismo, aunque sus postulados apenas difieran de los que propugnó un liberal de izquierdas como John Rawls o los propios de la “tercera vía” de Anthony Giddens o del “socialismo liberal” de tantos otros. Nos interesa centrarnos en lo que Pettit llama republicanismo “populista”, asociado a los nombres de Hannah Arendt o John Pocock. Frente a la comunidad de los comunitaristas, fundada en valores compartidos que proceden de una identidad colectiva previa a la voluntad de sus miembros, la ciudad de los republicanos es una asociación construida por leyes e instituciones a partir de la voluntad común de los ciudadanos. No se trata, pues, de una comunidad ética sino política, que sólo requiere participación y compromiso con las instituciones republicanas y nunca homogeneidad cultural ni adhesión incondicional. En el caso español, esta línea tuvo algunos nexos con una tradición republicana inscrita entre los parámetros de la democracia radical.
¿Es posible un republicanismo sin República? ¿Los valores republicanos son compatibles con la Monarquía? La acérrima defensa de la igualdad ante la ley que caracteriza al ethos republicano está frontalmente reñida con cualquier sistema de privilegios (máxime si derivan de los vínculos de la sangre), y por ello la institución monárquica supone la negación del derecho y la libertad de todos, según el análisis que Pi y Margall hizo en La Reacción y la Revolución (1854). El énfasis sobre la soberanía individual repele los fundamentos teóricos del régimen monárquico, sea absoluto o constitucional, en cuanto poder sustraído de la legitimidad democrática. En la base del monarquismo está que no todos somos iguales ante las leyes por razones genéticas, pues existe una estirpe con derechos hereditarios. No gobierna el pueblo allí donde existe una sola autoridad que no sea hija de su libre arbitrio, siendo por principio la Monarquía, que lleva la desigualdad hasta la jefatura del Estado, incompatible con la dignidad del ser humano y los derechos soberanos de los pueblos. El exponente español de la Restauración borbónica de 1975, además, suministra otro ingrediente inadmisible en términos democráticos: la inviolabilidad del rey, algo que no rige en ninguna otra de las monarquías europeas. La “ciudadanía” como fuente de poder exige la igualdad civil de todos sus asociados.
Durante la Transición se dijo que el dilema no estaba entre Monarquía y República, sino entre dictadura y democracia. Tal cantinela entrañó una hiriente burla hacia el pasado remoto y próximo. En la historia de las Españas, la Monarquía ha sido siempre sinónimo de reacción; los periodos democráticos corresponden a la República
La segunda Restauración borbónica se produjo en España a partir de un poder de interferencia arbitrariamente establecido, que conforme al mismo análisis de Pettit entrañó coerción física (restricciones y obstrucciones), coerción de la voluntad (castigos y amenazas con ruido de sables) y manipulaciones (propaganda mediatizadora excluyente). Un agente (el dictador y el círculo oligárquico que sostuvo la dictadura franquista) impuso un acto que sólo quedó sujeto a su arbitrium y prescindió de los intereses y opiniones o interpretaciones de los afectados. Ni más ni menos que la forma de Estado fue decidida de manera arbitraria y dominadora por un sector banderizo o fraccional, sin que la gente pudiera decidir por sí misma en torno a una cuestión de enorme alcance y relieve. Eliminando la opción republicana, la única legitimada por las urnas (la voluntad popular expulsó al monarca reinante en 1931), la interferencia del franquismo convirtió a los españoles en servus sometidos a merced de los poderosos, ajenos a una posición de igualdad. Sin ejercicio alguno para la disputa, una parte de la sociedad (mayoritaria) pasó a ser subyugada por la otra (minoritaria). Al sufrir semejante trágala, los pueblos del Estado español no estuvieron en condiciones de elegir libremente entre Monarquía o República, como ocurrió en Italia en 1946 o en Grecia en 1974; en ambas ocasiones, con monarcas implicados en regímenes fascistas. El “patriotismo de la constitución” de Habermas carece aquí de sentido alguno, ante la ilegitimidad democrática del régimen monárquico. La recuperación de la idea republicana de ciudadanía (del ciudadano frente al servus), pasa por optar libremente entre Monarquía-República. Si no podemos cuestionar la institución monárquica, o el sistema económico, o la organización territorial del Estado, entonces es que no hemos dejado de ser súbditos.
Durante la llamada Transición se dijo que el dilema para los pueblos del Estado español no estaba entre Monarquía y República, sino entre dictadura y democracia. Vista con perspectiva histórica, tal cantinela entrañó una hiriente burla hacia el pasado remoto y próximo. En la historia de las Españas, la Monarquía ha sido siempre sinónimo de reacción; los periodos democráticos corresponden a la República. A partir de la muerte de Franco, su heredero tuvo que inclinarse por la democracia liberal siguiendo los dictados del imperialismo y para salvar el sistema de dominación capitalista y la propia corona, no porque se hubiese convertido en un demócrata cabal. La herencia del franquismo seguirá vigente mientras haya un rey en la jefatura del Estado, sin que la ciudadanía pueda pronunciarse libremente sobre la forma del mismo. La auténtica democracia es y seguirá siendo republicana. Los valores de su tradición, después de tantas claudicaciones, permanecen vigentes y ganan cada vez más audiencia. Entre la Primera y la Segunda Repúblicas mediaron 58 años. ¿Cuántos faltan para que se proclame la Tercera?

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