España es toda ella un escandalazo
trasversal. Resulta que había canalla en casi todos los estratos establecidos
tras nuestra modélica transición. Políticos a la diestra y la siniestra, ambidextros
para robar a manos llenas. Sindicalistas que tiraban de tarjeta como si no hubiera
un mañana. Representantes de la élite empresarial que recetan miseria a los
trabajadores a la par que se dan lujos asiáticos con fondos públicos opacos. En
resumen, lo mejor de cada casa.
Si todos estos
estaban en el ajo es que muchos lo sabían y lo consentían. Otros nos lo
imaginábamos aunque no tuviéramos pruebas. Pero he de admitir que la magnitud
de la corruptela supera mis peores expectativas. En el caso de las tarjetas Black
de Bankia, podemos
acceder a un muestreo de la normalización de la inmoralidad en el entramado
global que nos envuelve. Si nos guiamos por estos parámetros, cualquiera en
este país, al margen de su declarada ideología, acepta la corrupción como algo
consustancial a nuestra identidad nacional. Si tienes oportunidad, trincas. Si
no lo haces, no te consideran honrado sino tonto. Es así de categórico. Además,
si te pillan, la cosa se acaba diluyendo en la oportuna lentitud de la justicia.
Como la estafa está
tan extendida no se pone demasiado interés en castigar estos pecadillos
veniales. En otros países, con menos caspa y menos castas, se habría liado
parda. Pero aquí somos de otra pasta. Otra palabra que rima con casta y que
viene como traída al pelo para explicar mis conclusiones finales sobre este
asunto. En España solo hay una casta, trasversal como el timo de las tarjetas
Black, la casta de los que están dispuestos a todo por la pasta. Esos que
cambian sus principios por dinero. Aunque cabe preguntarse si algún día los
tuvieron.
Entonces pienso en la
revolución que mi pobre corazón anhela. Pobre corazón, corazón de proletario
que no aspira a otra cosa que a un salario y una vida dignas. A una sociedad
más justa en la que se reparta la riqueza, no entre cuatro sinvergüenzas, sino
entre el conjunto de la ciudadanía. Y lucho por ello como puedo. Por dejar un
mundo mejor para mis hijos y los suyos. Tonto corazón, corazón proletario, sin
ambiciones. La revolución, ya lo dijo Unamuno, solo puede hacerse en lo más
íntimo. Empieza en uno mismo.
La revolución, si
llega, no lo hará de la mano de la casta de los adoradores de la pasta,
representen las siglas que sean. De acontecer será cosa de los tontos como tú y
como yo. De los idealistas y de los soñadores que llevan la revolución en las venas
y educan a sus hijos en valores trasnochados como la honestidad y la decencia.
Esa es la revolución que este país está pidiendo a gritos. ¡Regeneración
democrática!
Para tragarse que todo va bien en la España
de Rajoy hay que ser rematadamente tonto. O transversal en valores, que tanto
da. Y como dicen en mi tierra: “Hay
algo que Dios ha hecho mal. A todo le puso límites menos a la tontería...”
Plumaroja
Talmente.
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